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C
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omienza
con ese primer verbo una gacetilla de crítica literaria, maguer no sé si tiene
sentido—el adjetivo ‘real’ o ‘verdadero’ no añadirían nada—dada la confusión
reinante en el mundo de las letras. Desde lejos, que es mi posición actual,
percibo confusión, porque la crítica literaria, tal como se hace en los
suplementos culturales, en las revistas especializadas o en las innumerables
gacetillas, parece ir por barrios. Dicho de otro modo: es realmente difícil
encontrar una reseña negativa. Varias razones contribuyen a ello, la menor de
las cuales no es la inseguridad del propio crítico. Me limitaré por ahora a
subrayar dos motivos que me parecen fundamentales.
[1] El
mundo editorial tiene sólidas y profundas conexiones con la crítica literaria.
Ya que es una palabra de moda, diré complicidad. Podría tal vez confiarse
en que los nuevos medios tecnológicos liberasen a la crítica de de su
dependencia empresarial, pues los periódicos aparecen ligados a las editoriales
y los grupos editoriales son accionistas de las revistas de crítica. Es casi
imposible que el suplemento cultural de un periódico afirme que un libro de la
misma empresa editorial es malo; podemos sospechar que el crítico quiere decir
otra cosa, pero es sólo una sospecha, pues lo que leemos es lo escrito. Por
otra parte, los autores ejercen de críticos de otros autores que harán la
reseña del crítico que ha reseñado su obra y, como se sabe, perro no come
perro. El autor de la reseña con frecuencia no es aún escritor y,
lógicamente, no desea cerrarse ninguna puerta. Las lanzadas sólo se dan a moro
muerto: es posible, por ejemplo, arremeter contra Camilo José Cela sin
correr gran peligro (Umbral no está para defender a su maestro ni, para
nuestra desgracia, dejarnos su prosa). Quizás a un superventas, preferiblemente
extranjero, se le pueda atizar un poco; a los nacionales, sólo si hay batalla
editorial. Nadie, que yo haya leído (entonces
posiblemente alguien lo habrá dejado escrito), arremetió contra el buen
novelista que es Antonio Muñoz Molina a propósito de la publicación de Todo
lo que era sólido: nadie dijo que remedaba una frase de Marx (podría
darse por supuesto) ni que su lejana inspiración debía estar en un intelectual
gringo que había publicado en Siglo XXI un magnífico ensayo, Todo lo sólido
se desvanece en el aire (M. Berman). Tampoco leí que se hubiese
olvidado de los GAL y que callase en su momento, porque tal vez esas cosas no
se le recuerdan a un premio Príncipe de Asturias. Por eso a nadie le extraña
que libros mal escritos reciban entusiastas elogios y que críticos prudentes
callen para no ofender; pero con esto la labor de la crítica ha perdido su
sentido.
Todo esto es grave, pero uno podría
imaginar algunas soluciones. Desde luego, a mí, corto de luces, no se me
ocurren y no quiero pensar que el anonimato de la crítica sea una solución. Las
soluciones, sin embargo, no llegan: ninguno de los culturales de los grandes
diarios, pero tampoco las revistas publicadas en la Red ni las gacetillas,
ofrecen críticas severas. Todos parecen haberse contagiado del “me gusta” sin
dejar espacio alguno a lo negativo. Esto provoca en mí el cansancio ante lo
puramente positivo y es un caso de ceguera voluntaria. Sé, sin embargo, que
algunos guardan silencio
[2]
Existe, además, un problema más profundo (con permiso de don Rafael para
quien la profundidad está sobrevalorada): el de la falta de criterios. La
literatura, como el arte en general, ha dejado de ser relevante socialmente:
nadie espera que el arte cambie nuestras vidas entre otras cosas porque se han
perdido todos los criterios menos el mercantil. En mi temeridad, creo
firmemente que existen grandes artistas a los que nadie conocerá porque no han
sabido venderse (la proposición contraria no es necesariamente verdadera).
Todos sabemos que hay quien es capaz de vender su propia mierda enlatada y hubo
quien fue un ávido coleccionista de dólares... ¿Qué es escribir bien en
castellano? Las normas de la Academia, incluso las elementales de ortografía,
no obligan a nadie y cualquiera se presenta como un renovador del idioma por la
sencilla razón de que no le enseñaron a escribir. Si meditásemos en lo que esto
ha significado para la poesía, no sería yo el único en echarse a llorar. “Prosa
hecha pedacitos”, decía en un benevolente diagnóstico Antonio Colinas a
quien le reconozco autoridad, aunque vivamos en una sociedad en la que se han
acabado todas las autoridades. No negaré que Eco hizo algunas cosas
interesantes, pero ¡hacer a un franciscano aristotélico! Y nadie alzó su voz
contra el dislate. El crítico, que ya no se atreve a corregir ni siquiera error
sintáctico, se centra en la historia. Escribir bien no significa nada,
porque la palabra ‘bien’ ha quedado privada de cualquier sentido objetivo (véanse
los poemarios más vendidos o incluso los que no venden, pero cuyo mérito radica
en la amistad con los editores). Hay afamados novelistas que hacen asombrarse a
su protagonista—un marino para más inri—porque la Estrella Polar esté en su
lugar; otros son capaces de pararse “al pie de la playa”... Algunos reseñistas
(palabro sin futuro) atacan incluso a quien se atreve a mencionar los defectos
alegando que el crítico cae en su propia crítica: plumas como felpudos.
La creciente pobreza del castellano en
España, su estandarización y normalización, están acabando con nuestro idioma.
El maldito ‘para mí’ es capaz de cubrir las mayores atrocidades literarias.
¿Tiene aún sentido la crítica literaria?
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